Último Día en los Paralímpicos

Sara Vargas

Aún no amanecía del todo en Paris, y yo ya estaba desayunando. En mi mente solo sabia que hoy lo definiría todo. Era mi última oportunidad en París 2024. En los Juegos Paralímpicos, cada centésima de segundo cuenta, y hoy no sería la excepción. Ya había disputado semifinales y finales en La Défense Arena días atrás, pero, una vez que terminábamos una carrera, la dejábamos atrás y seguíamos concentrados en planificar la siguiente. Ese día era el de los 50 metros mariposa; tenía una oportunidad más y era la mía.

Si estás compitiendo en los Paralímpicos, quiere decir que estás entre los mejores deportistas del mundo y que el margen de error que te deja fuera de finales o te impide subir al podio es mínimo; así que cada detalle cuenta.

Mi entrenador y yo, tal como habíamos planificado la noche anterior, estábamos tomando el autobús con horas de antelación para poder hacer un buen calentamiento y estar sin afanes. Recuerdo que la ruta era de más o menos 40 minutos; no mentiré, desde que te subes al autobús ya empiezas a sentir esa adrenalina e incluso a visualizar cada detalle de lo que harás en unas horas. Como dije antes, ya había nadado en dos finales, quedándome con un sabor agridulce, y eso, por un lado, ya era parte de la historia de que al acabar el día tendría un final.

Seguíamos de camino hacia Défense Arena; yo estaba sentada junto a mi entrenador y, de forma casi telepática, nos empoderábamos mutuamente con buena energía. Incluso leímos un letrero en la calle que decía “Carpe diem” (cuya traducción literal es “aprovecha el ahora”), siempre manteniendo nuestra lógica por delante y pensando que el querer no es poder, sino que, realmente, trabajar con el corazón y la garra es poder. Sin embargo, siempre hemos sido de captar las señales del destino, cosa por la que estoy agradecida.

Apenas llegué a La Défense Arena, inicié mi ritual muy organizado: a hacer mi calentamiento con la playlist especial para este campeonato, preparar el traje de competencia y escuchar a la única persona que conocía cada sacrificio detrás de este momento: mi entrenador, Stevens. Quien Con una charla muy contundente y empoderadora, me recargo de actitud. No era un día fácil después de una racha muy mala que me dejaba con sensaciones competitivas negativas, así que trabajamos con la frase: “Nada está escrito y pelearemos hasta el final, como siempre lo hemos hecho”.

Una vez en el partidor de competencia para pelear la semifinal, la adrenalina era un grito en mi pecho y sintiendo que era yo contra mí misma, se dio inicio a la prueba. Con ganas de hacerlo de manera excelente, de clasificar a la final y de obtener un buen carril para disputar la medalla , Sonó la señal. Me lancé al agua. Cada brazada era un impulso hacia la final. Toqué la placa. Miré el marcador. Tercera. Clasificada.

Al salir de la prueba me encontré con mi hermana, quien, en compañía de mi familia, me estaba apoyando. Ella estaba muy eufórica por mi resultado y, muy orgullosa, así me lo hizo saber mientras empezaba a grabarme y a desearme lo mejor para la tarde. Al salir de la zona de entrevistas post competencia, me reuní con mi entrenador, quien me dijo que había notado un buen estilo de nado en mí; sin embargo, el tiempo no era el esperado, pues no estaba tan cerca de mi mejor marca, y aquí, sí o sí, veníamos a mejorar nuestros tiempos históricos en cada prueba. Pero También me dijo que estábamos listos para pelear la final esa misma tarde. Terminamos la mañana cumpliendo con la tarea de clasificar. nos dirigimos de vuelta a la villa de atletas para almorzar, descansar y recuperar energía para la tarde.

Pasadas unas horas en las que recargamos energías, ya estaba alistándome para salir a la final de los 50 metros mariposa. Antes de salir de la habitación, hice una videollamada con mi mamá, que estaba en mi país apoyándome desde la madrugada, e incluso sin haber dormido. Llamarla es increíble; no sé cómo hace, pero, sin decirle mucho, ella sabe perfectamente mi estado de ánimo.

Nos subimos al autobús una vez más para llegar a La Défense Arena. Una vez allí, seguíamos muy concentrados en todos los detalles y con la determinación de hacerlo bien. Hicimos un calentamiento que nos dejó con muy buenas sensaciones; esto es algo tan importante: no importa cuántas veces hayas competido en esta prueba, las sensaciones de ese momento son las que realmente cuentan. Ya de camino a la cámara de llamado, junto a mi “guardaespaldas” —es decir, mi entrenador—, nos dimos un abrazo de poder.

Cuando me dieron la señal de salida de la cámara de llamado para dirigirme a mi partidor en el carril número 7, el ruido de las miles de personas era una locura que te metía, literalmente, en la “pelea final”.

Una vez más, mi diálogo interno era fuerte y contundente: era ahora o nunca. Nos dieron la salida y ya no había marcha atrás; di lo mejor de mí, toqué la placa y miré hacia arriba. Obtuve el quinto lugar; no sabía qué pensar, pero salí y sonreí a la cámara, pues era oficialmente diploma paralímpico y mi quinto diploma en mis segundos  juegos.

Después de salir de la zona de periodistas nuevamente, me encontré con Stevens. No sabía qué decirle y creo que él tampoco. Teníamos una proyección de una medalla de bronce, la cual no se cumplió después de tres finales. Eso estaba en mi mente y me dolía tanto no haberla logrado, ni siquiera cumplirme a mí misma. Stevens me dio un abrazo y llorando los dos me dijo que estaba orgulloso de mí, que al llegar hasta aquí, solo él y yo sabíamos el significado de esto, más allá de las expectativas ajenas. Era un momento en el que sentí como si me hubieran echado un balde de agua fría, pues, la realidad era que yo anhelaba realmente darle una medalla paralimpica a el.

Devuelta  en la villa deportiva, mi segundos juegos ya habían terminado, el cansancio pesaba, pero no tanto como la sensación de vacío. Busqué a Stevens. Necesitaba que me dijera algo. Cualquier cosa. Un regaño, tal vez, que disipara la culpa pues creía que tal vez, con un regaño, mi sensación de culpa iba a desaparecer.

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